EL Dandismo fue y sigue siendo, un particular estilo, un gran culto a la excelencia en el vestir. El primer dandi fue Beau Brummell, considerado un oráculo de la moda para su época. Este hombre transformó los códigos del vestir y la etiqueta en Inglaterra entre los años 1794 y 1816, rechazando las ostentosas modas francesas a favor de la sobria elegancia y la moderación. Para un dandi la apariencia física no sólo es un atributo, sino una razón de ser, las ropas no son el único elemento de una imagen esmeradamente construida, pues ser un dandi exige cuidar hasta el extremo el aspecto físico, cultivar un aire de distinción, elegancia y de saber estar, una actitud caprichosa ante la moda, unos modales impecables y sobre todo una estudiada actitud de fingida indiferencia. Según Baudelaire, “el dandi es indiferente o finge serlo”. En otras palabras, el dandismo requiere una pose de calculada despreocupación.
George Bryan Brummell fue el primer dandi y árbitro de la moda masculina británica, cuyo lema fue “No hay que hacerse notar”. Además, sentó el precedente del actual concepto de celebridad. Nació en Londres el 7 de junio de 1778, cursó estudios en el Eton College en donde sus compañeros lo tildaron de macaroni por su excesivo acicalamiento, continuó sus estudios en el Oriel College en Oxford, ganándose la fama de hombre ingenioso con lengua afilada y ocurrente. Al abandonar sus estudios en Oxford, ingresó como corneta en el décimo regimiento de húsares a cuyo mando se hallaba el Príncipe de Gales. A su retiro salió con el rango de Capitán.
Plebeyo
de clase media, carecía de un abolengo nobiliario, su padre fue secretario privado
de lord North, primer Ministro de Jorge III, empleo que le permitió reunir una discreta
fortuna. Su abuelo fue un confitero en Bury Street. A la muerte de su padre,
George se convirtió en el heredero de 30.000 libras, y se dedicó a
despilfarrarla en el juego y comprando de manera compulsiva ropas finas,
camisas, corbatas, sombreros, guantes y bastones.
Brummell
no era un hombre especialmente atractivo, tenía el cabello rojo, la nariz
perfilada al estilo griego, sin embrago tenía una agradable voz grave, ojos sagaces,
era alto y bien plantado. Un día, en una lechería de moda en el Green Park de
Londres, mientras estaba hablando con la propietaria entró el príncipe de Gales
en compañía de la marquesa de Salisbury. El príncipe, quien pretendía ser
conocido como el primer caballero de Europa, lo miró con admiración y con
cierta envidia, pues vio como Brummell lucía una impoluta corbata blanca, un
impecable conjunto de casaca, chaleco y pantalón, complementado con unos
brillantes zapatos de punta afilada, que para entonces eran la última moda. El
príncipe de Gales era gordo y con una tendencia a exagerar sus atuendos,
gastaba cientos de miles de libras en su vestimenta. El heredero al trono quedó
fascinado por su elegancia.
Brummell
causó tan buena impresión ante el príncipe de Gales que éste le convirtió en su
amigo y de inmediato se introdujo en los círculos aristocráticos, lo cual llenó
de estupor a la nobleza londinense, que vio cómo el nieto del confitero asistía
a las íntimas reuniones principescas. Sin embargo su elegancia y distinción
llamaron la atención y enseguida fueron copiadas, convirtiéndose en el árbitro
de la moda cortesana y de la etiqueta de la Inglaterra del Regencia. Londres pronto
se convirtió en el gran escenario donde exhibir sus exquisitas maneras. De la
mano de su preceptor se presentó ante la sociedad londinense luciendo un frac
de impecable confección. Los duques de York y Cambridge, los condes de
Westmoreland y Chatham, el duque de Rutland se convirtieron en sus grandes admiradores.
Imprescindible
invitado en Ascot, todos aceptaron la dictadura de sus exquisitos gustos y su
carisma pronto lo convirtió en el líder indiscutible del exclusivo Watier's
Club de Piccadilly. Brummell fue mucho más que un arribista bien vestido, fue
un moderno autócrata que rechazó el dominante estilo aristocrático de los
polvos, las pelucas y los tacones altos, combinados con seda, terciopelos y
joyas extravagantes, imponiendo en su lugar un look que en su moderación,
resultaba de lo más extremo.
Orgulloso,
exhibicionista, desapegado y consagrado exclusivamente a sí mismo, Brummell
hizo de la elegancia su única ocupación, obligándose en su originalidad, a una
perfección obsesiva, plasmada en las 5 horas que tardaba en vestirse y en la
ceremonia que dedicada al anudarse impecablemente la corbata, ritual que presenciaban
sus amigos, incluido el Príncipe de Gales. Él ejerció una influencia sin
precedentes en el aspecto masculino, al hacer de la sencillez y la discreción
la norma de la elegancia, con trajes de pantalón largo (defenestrando para
siempre la culotte) de corte simple, buen tejido y confección impecable, en
colores oscuros, acompañados de impolutas camisas blancas y corbatas
perfectamente anudadas; norma que hasta hoy perdura y que lo convirtió en el
introductor del traje masculino moderno.
Su
atuendo favorito era una adaptación del traje de cazar. Solía vestir una levita
oscura impecablemente cortada, por lo general azul. Su elección de calzones
ajustados fue determinante en la evolución de los modernos pantalones; las
botas de montar de cuero que calzaba durante el día estaban cepilladas y
pulidas a la perfección y su única concesión a la ostentación era un pañuelo
elaboradamente anudado y que llevaba debajo de una camisa de cuello alto rígido.
Su corte de cabello de rizos cortos y largas patillas, su cutis limpio y
siempre bien afeitado, insinuaban una falta de interés por la apariencia
física, cuando en realidad dedicaba horas a su toilette diaria. Cuentan que se
bañaba hasta tres veces al día, algo inusual para cualquier mortal en esa época,
era aficionado al agua de colonia Floris, un producto de la famosa casa del
mismo nombre, fundada en Londres por el español Juan Famenias en el primer
tercio del XVIII. Es recordado por la particular forma de abrir su cajita de
rapé, utilizando el pulgar y estirando el meñique.
Este
hombre definitivamente fascinó al Londres del siglo XIX y tuvo una influencia
decisiva sobre la moda y las costumbres sociales. Tanto lo adularon los
ingleses que el mismo se creyó invulnerable, pensando incluso que el juego
sería igual de benévolo con él, pero se equivocó. Pronto empezó a acudir a los
prestamistas acumulando grandes deudas. Perdió el favoritismo del heredero al
trono durante una cena, en la que éste le pidió que llamase a un lacayo, a lo
que Brummell contestó que podía hacerlo él mismo, puesto que tenía la campanilla
a su lado. El príncipe así lo hizo, y de inmediato ordenó desalojar a Brummell
porque “sin duda, había bebido demasiado”.
Éste
fue el principio del fin. Desprovisto del favor principesco, Brummell tuvo que
afrontar a sus acreedores, que como fieras se lanzaron sobre él. Se cuenta que
en diez años había gastado más de un millón de libras en corbatas, pantalones y
casacas. Tuvo que subastar sus muebles, incluida su escupidera de plata ya que según
cuentan, él era incapaz de escupir en barro. En 1816 se exilió en Calais (Francia)
huyendo de las deudas, completamente arruinado terminó en prisión, de la que pronto
fue rescatado por sus amigos lord Alvanley y el marqués de Worcester, ellos se
apiadaron y le asignaron una pequeña renta mensual. Manteniendo su postura de dandi por breve tiempo, vivió gracias
al favor de sus camaradas y a los préstamos obtenidos de algunos ingleses que lo
visitaban en Francia.
Como era su costumbre, siguió levantándose a
las nueve de la mañana y empleaba horas en vestirse, se pavoneaba en largos
paseos como si aún continuara en Londres y como amante de la buena comida, se
hacía servir exquisitas y costosas cenas. Pero abrumado por las deudas ya no podía
costearse los lujos pasados y cada vez se hundía más. Un noble amigo apiadándose
de su situación, logró que lo nombraran cónsul de Inglaterra en Caen, pero a
pesar de su crítico trance económico continuó llevando la despreocupada vida de
antes. Finalmente fue destituido de su cargo diplomático y los acreedores
volvieron a surgir, lanzándose sobre él. Brummell no pudo costearse más su
ropa, sin embargo, un sastre de Caen, movido por la compasión y por el respeto
de quien había sido el rey de la elegancia, le arreglaba gratuitamente los
trajes que aun poseía. Parecía que no podía caer más bajo, pero en mayo de 1835
fue nuevamente detenido por deudas y conducido a la cárcel.
El duque de Beaufort y lord Alvanley se
enteraron en Londres del triste suceso y pagaron su libertad. Cuando salió de la cárcel, Brummell
ya no era ni la sombra de lo que había sido. Comenzó a perder la memoria y se
alojó en una pequeña habitación de un hotel de cuarta categoría, pasando horas
enteras sin moverse de su aposento. Fue perdiendo la cordura mientras sostenía delirantes
encuentros con los fantasmas de su pasado, los empleados lo veían trasladar
sillas a su habitación que colocaba para recibir a sus invitados imaginarios, encendía
las velas y abría las puertas, solemnemente
anunciaba la llegada de sus nobles invitados en voz alta diciendo:
¡Su alteza real el príncipe de Gales!… ¡Lady Conyngham!… ¡Lord Alvanley!… ¡Lady
Worcester!… ¡El duque de Beaufort!… ¡Gracias por haber venido!… Y despertando
de su sueño delirante miraba las sillas vacías y se derrumbaba en el suelo llorando. Sólo y demente, George Bryan Brummell terminó internado en un
manicomio de la caridad pública en Caen, falleciendo posteriormente el 30 de
junio de 1840.
El dandismo ha persistido en el tiempo, cada
época y región tiene sus propios representantes. El francés conde D’Orsay sustituyó
a Brummell como autoridad en cuestiones de imagen, tras mudarse a Londres en 1821. En 1890 el esteta
Oscar Wilde hacía gala de su reverencia por las apariencias, al tiempo que
cultivaba una imagen de estudiada distancia y por supuesto, el gran estilo y elegante
porte del escritor Tom Wolfe lo identificó como uno de los grandes dandis del
siglo XX.
Aquel estilo del dandi que nació en Inglaterra entre el siglo XVIII y XIX, extendiéndose rápidamente por toda Europa, tres siglos después de su aparición aún perdura, los dandis han sobrevivido hasta nuestra era, pero más allá de los trajes de marca, los dandis modernos, apelan a la elegancia, a la cultura, a los buenos modales, al correcto lenguaje y a un comportamiento adecuado en cualquier circunstancia.
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